Una niña pequeña que lleva zapatos de tacón y que tropieza. No es que le queden grandes. No son los zapatos de su mamá, son los suyos, a su medida, a la medida de esos pies flacos y alargados y con tanto arco que son más bien vacío que pie. Unos deditos por aquí, un talón por allá.
Tampoco es que tropiece porque le falte equilibrio, que equilibrio tiene suficiente y hasta de más. Como si en lugar de piernas tuviera varas de bambú, de ésas que según el proverbio se doblan pero no se rompen, o los pilares de una catedral. Como si más que caminar flotara o se deslizara. Como si la punta de su cabeza fuera tirada con dulzura hacia arriba por una mano invisible o un hilo invisible, un hilo invisible y claramente muy largo, cuyo otro extremo estuviera en las manos de un ángel aunque la niña en ángeles no cree pero para nada, o enrollado, con moño y todo, alrededor de un pequeño planeta ambulante.
No se sabe por qué tropezó, pero tampoco es la primera vez que le pasa. Quizá un objeto brillante la cegó. Quizá miraba hacia la línea del horizonte y vio la tierra que comenzaba a arquearse y sintió nauseas y tropezó. O tal vez había un obstáculo pequeño, insignificante pensó ella, facilito, y en cambio resultó sólido y hueco y poroso, y tropezó. Tropezó y cayó en toda su longitud. Como palillos chinos al abrir la mano.
La niña tropieza, cae y se hace daño. Pero no llora, qué va. Ni siquiera hace pucheros. Ni siquiera un pequeño ay, auch, o chin. Simplemente vuelve a levantarse, como siempre, se sacude las manos una contra la otra, se sacude las rodillas, remueve las partículas de tierra o de grava, o lo que sea que tenga el camino que va recorriendo esta vez -la niña ha recorrido muchos caminos, casi siempre sola-, limpia la sangre de sus rodillas con saliva, y sigue caminando.
Ese día, como tantas veces antes, la niña tropezó, cayó, se levantó, se sacudió y siguió andando. Sólo que esa vez, aunque cualquier espectador de buena fe hubiera visto simplemente una niña en tacones con rodillas lastimadas, la niña en cambio sintió que algo en ella misma, algo importante aunque desconocido, como cuando uno sale de viaje y sabe que olvida algo pero no sabe lo que es y al llegar a la frontera descubre que se trataba de su pasaporte, o algo quizá pequeñísimo en tamaño y peso y sin embargo vital, esencial, como la semilla al árbol, se había roto, o traspapelado, o perdido para siempre.
O al menos eso sintió entonces.
Tampoco es que tropiece porque le falte equilibrio, que equilibrio tiene suficiente y hasta de más. Como si en lugar de piernas tuviera varas de bambú, de ésas que según el proverbio se doblan pero no se rompen, o los pilares de una catedral. Como si más que caminar flotara o se deslizara. Como si la punta de su cabeza fuera tirada con dulzura hacia arriba por una mano invisible o un hilo invisible, un hilo invisible y claramente muy largo, cuyo otro extremo estuviera en las manos de un ángel aunque la niña en ángeles no cree pero para nada, o enrollado, con moño y todo, alrededor de un pequeño planeta ambulante.
No se sabe por qué tropezó, pero tampoco es la primera vez que le pasa. Quizá un objeto brillante la cegó. Quizá miraba hacia la línea del horizonte y vio la tierra que comenzaba a arquearse y sintió nauseas y tropezó. O tal vez había un obstáculo pequeño, insignificante pensó ella, facilito, y en cambio resultó sólido y hueco y poroso, y tropezó. Tropezó y cayó en toda su longitud. Como palillos chinos al abrir la mano.
La niña tropieza, cae y se hace daño. Pero no llora, qué va. Ni siquiera hace pucheros. Ni siquiera un pequeño ay, auch, o chin. Simplemente vuelve a levantarse, como siempre, se sacude las manos una contra la otra, se sacude las rodillas, remueve las partículas de tierra o de grava, o lo que sea que tenga el camino que va recorriendo esta vez -la niña ha recorrido muchos caminos, casi siempre sola-, limpia la sangre de sus rodillas con saliva, y sigue caminando.
Ese día, como tantas veces antes, la niña tropezó, cayó, se levantó, se sacudió y siguió andando. Sólo que esa vez, aunque cualquier espectador de buena fe hubiera visto simplemente una niña en tacones con rodillas lastimadas, la niña en cambio sintió que algo en ella misma, algo importante aunque desconocido, como cuando uno sale de viaje y sabe que olvida algo pero no sabe lo que es y al llegar a la frontera descubre que se trataba de su pasaporte, o algo quizá pequeñísimo en tamaño y peso y sin embargo vital, esencial, como la semilla al árbol, se había roto, o traspapelado, o perdido para siempre.
O al menos eso sintió entonces.
4 comentarios:
Noto un estilo bolañesco... incluso robertesco... me queda la duda si el estilo es gómesezco...
Mentiras, está muy bueno!
DV
Favor que me hace. Yo lo llamo más bien escritura à la Garza. De Gómez nada, sin ofender
Entonces se le olvido el pasaporte, o ponerse platillas en los pies, o las rodilleras, se le olvido dar un paso después de otro, olvido el camino o simplemente caminaba en Ciudad Victoria, Ciudad de cráteres en lugar de calles. La idea después de todo es leerte o mejor aún, escucharte.
Pues prepárate porque vienen más cosas. Por cierto que pasé por tu blog y lo ví muy abandonado. Tienes que retomarlo.
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